Un nuevo estudio publicado en Journal of Cycling and Micromobility Research lo deja claro: el conflicto no se debe tanto a la presencia de las bicis como a la percepción de que ralentizan el ritmo. Quien se desplaza a pie o en coche tiende a considerar al ciclista como un obstáculo, incluso cuando no lo es.
En muchas ciudades, los ciclistas parecen haber sido colocados en el centro del conflicto urbano. La actitud hostil no entiende de vehículos, y tanto peatones como conductores muestran una visión crítica hacia ellos, como si fuesen un estorbo en lugar de un modo legítimo y necesario de desplazamiento. Pero, ¿de dónde surge realmente esta tensión?
Un estudio reciente publicado en el Journal of Cycling and Micromobility Research revela un dato clave: la percepción de que los ciclistas ralentizan el tráfico es, en muchos casos, incorrecta. En calles urbanas con tráfico moderado y límites de velocidad bajos, la presencia de ciclistas no tiene un impacto significativo en la fluidez del tráfico motorizado.
La percepción depende del vehículo que usas
Esto nos lleva a un punto crucial: la percepción del conflicto varía según el medio de transporte que utilizas. Quienes se mueven en coche tienden a ver a los ciclistas como obstáculos imprevisibles; quienes van a pie los perciben como una amenaza que circula demasiado rápido por espacios compartidos.
Este sesgo no es nuevo.
Investigaciones anteriores ya habían demostrado que los conductores suelen subestimar la velocidad de las bicicletas y sobreestimar el riesgo que representan, generando una sensación de amenaza desproporcionada.
El problema no está en la bicicleta en sí, sino en cómo la ciudad gestiona la convivencia entre formas de movilidad tan distintas.
Una ciudad pensada para el coche
La raíz del conflicto es estructural. La mayoría de nuestras ciudades fueron diseñadas para dar prioridad al vehículo privado, con grandes avenidas, múltiples carriles y espacio reducido para peatones o ciclistas. Esta planificación urbanística, que afecta a niños tanto o más que a ciclistas por cierto, crea fricciones inevitables debido a la lógica de su diseño.
Cuando se introducen nuevas formas de desplazamiento: desde patinetes hasta bicicletas eléctricas. En lugar de adaptarse, el entorno obliga a estos modos a “encajarse” donde no hay espacio, generando tensiones entre usuarios y alimentando la idea de que el ciclista es un invasor.
El modelo tradicional responde a una jerarquía de transporte que pone al coche por encima, relegando a los demás medios a márgenes inseguros e incómodos.
Menos coches, más ciudad (y ciclistas)
Las previsiones de movilidad urbana apuntan a una transformación ya en marcha: ciudades con menos espacio para coches y más infraestructuras para movilidad activa y sostenible, como está ocurriendo en muchas otras ciudades europeas. Las bicicletas, los patinetes y otros modos de transporte ligeros ganan protagonismo en el diseño urbano por razones ambientales, de salud y eficiencia.
Ciudades como París o Copenhague están liderando esta transición. La capital francesa ha eliminado carriles para coches para convertirlos en vías ciclistas protegidas, mientras que la capital danesa lleva años desarrollando una red ciclista de alta capacidad como parte de su plan para convertirse en ciudad neutra en carbono.
La fricción entre ciclistas, conductores y peatones no es inevitable: es producto del diseño urbano y de cómo se distribuye el espacio. Entender que muchos de los conflictos nacen de percepciones erróneas y de una infraestructura obsoleta es clave para repensar la movilidad. Apostar por ciudades seguras, compartidas y bien planificadas no solo beneficia a quienes pedalean, sino a toda la ciudadanía.